La Contrarrevolución triunfa en la U.R.S.S.

¡Defendamos a los trabajadores soviéticos de los ataques de Yeltsin!

(La Tendencia Bolchevique Internacional publicaba la siguiente declaración en septiembre de 1991)


El fracasado golpe de Estado del 19 al 21 de agosto en Moscú fue tan mal planeado y ejecutado que prácticamente no tuvo lugar. Y, con todo, se recordará como uno de los hechos más decisivos de la historia de siglo XX. La victoria de las fuerzas abiertamente pro capitalistas en torno a Boris Yeltsin tras el golpe aplastaron el poder estatal creado por la revolución de Octubre de 1917. Esto representa una derrota enorme, no solamente para la clase trabajadora soviética, sino también para los trabajadores del mundo.

Los acontecimientos de agosto son el resultado de luchas por el poder dentro del Kremlin y en el conjunto país. Pero en términos generales son el acto final en la degeneración de la burocracia estalinista, clase privilegiada dentro del Estado soviético que usurpó el poder a mediados de los años veinte. En lugar de los soviets, consejos de trabajadores democráticamente elegidos en 1917, los estalinistas implementaron un Estado autoritario. La política del internacionalismo proletario de Lenin y Trotsky fue reemplazada por la doctrina de “socialismo en un solo país”, algo que justificó la traición de otras revoluciones en el extranjero para ganar pequeñas ventajas diplomáticas. Pero, con todos sus crímenes, la burocracia estalinista se fundamentaba en la economía colectiva creada por la Revolución de Octubre y, a su propia y distorsionada manera, frecuentemente intentó defender estas bases económicas contra la presión imperialista y la contrarrevolución nacional. El fracasado golpe de agosto de 1991 acabó con el poder de esta élite burocrática y causó su reemplazo por un grupo de regímenes nacionalistas decididos a desmantelar la economía estatal y reimponer el gobierno del capital.

Hace más de medio siglo, el líder de la Oposición de Izquierda León Trotsky advirtió que a la larga un sistema social basado en la propiedad colectiva no puede ser desarrollado ni defendido con los métodos de política burocrática. El estancamiento de la economía soviética durante los años de Brezhnev representó una confirmación poderosa de este pronóstico. Con la intención de mejorar la economía soviética, Mijail Gorbachov introdujo sus celebradas reformas de mercado. El caos económico y político causado por la perestroika polarizó a la burocracia soviética y las divisiones dentro de ella se hicieron más agudas durante el año 1990. Por una parte, una fracción de la elite gobernante, identificada con el ex jefe del partido en Moscú, Boris Yeltsin, aceptó abiertamente la restauración capitalista. Por otra, una alianza de militares, miembros del partido y burócratas del aparato estatal, los llamados “duros”, vieron la tendencia hacia el mercado y a la desintegración nacional como una amenaza a su poder. Gorbachov actuó como un intermediario entre estas dos facciones alternando su apoyo entre los “reformistas” y los “duros”.

Los zigzags de Gorbachov

A principios de octubre de 1990 los “duros” llevaron a cabo una ofensiva dentro del Partido Comunista de la Unión Soviética. Obligaron a Gorbachov a abandonar el Plan de los 500 Días de Shatalin para la privatización de la economía. Enviaron unidades de “boinas negras” para imponerse sobre los gobiernos secesionistas pro capitalistas de las repúblicas bálticas. Realizaron una purga en la cúpula del Partido y obligaron a Gorbachov a que retirara a los “reformistas” de puestos importantes en el mismo Partido y en el aparato del Estado, para ser reemplazados con sirvientes leales del aparato burocrático. Estas acciones llevaron a varios “reformistas” al campo yeltsinista, principalmente al ministro de Exteriores Eduard Shevardnadze, y causó amplias especulaciones en los medios de comunicación occidentales sobre la retirada de la perestroika por parte de Gorbachov.

Pero, ante las grandes manifestaciones pro Yeltsin en Moscú a principios de la pasada primavera, y el temor de que los imperialistas no fueran a prestar ayuda económica, Gorbachov alteró su posición y de nuevo buscó compromisos con las fuerzas yeltsinistas. Rechazó llevar la intervención báltica a su conclusión lógica y destituir a los gobiernos del área. Volvió a impulsar el libre mercado. Y lo más amenazante para las posiciones de los “duros”, aceptó el acuerdo “Nueve más Uno’” que hubiera transferido la mayoría de los poderes gubernamentales a las quince repúblicas de la URSS. Los intentos de conciliación de Gorbachov solamente sirvieron para fortalecer a Yeltsin, que respondió con una serie de decretos expulsando al Partido Comunista de la policía y de las fábricas en la República Rusa. Los “duros” concluyeron que la posición de centro ocupada por Gorbachov iba desapareciendo rápidamente y que ya no podía depender de él para resistir a Yeltsin. Esto sirvió como plataforma para la formación del Comité de Emergencia y la detención del presidente soviético en la mañana del 19 de agosto de 1991.

La clase trabajadora tomó partido

En vista de la abyecta derrota del golpe, parecería que la discusión sobre las posiciones de las facciones rivales es un ejercicio académico sin mucho sentido. Pero sólo adoptando una orientación correcta con relación a los pasados eventos se hace posible para la clase trabajadora armarse para las luchas futuras. El intento del golpe de estado del mes de agosto fue una confrontación en la que la clase trabajadora había tomado partido. Una victoria para los líderes del golpe no hubiera rescatado a la URSS del estancamiento económico causado por el estalinismo, como tampoco hubiera anulado el peligro de la restauración del capitalismo. Sin embargo, hubiera podido disminuir el peligro restauracionista, aunque fuera temporalmente, y así ganar valioso tiempo para los trabajadores soviéticos. El colapso del golpe, por otra parte, llevó inevitablemente a la contrarrevolución que se encuentra en este momento en pleno auge. Sin cesar en exponer la bancarrota política de los líderes del golpe, la obligación de los revolucionarios marxistas era la de ponerse a su lado, contra Yeltsin y Gorbachov.

No es sorprendente que la mayoría de la izquierda reformista y centrista se ha puesto del lado de Gorbachov y de Yeltsin. Estos pseudo marxistas tienen tanto miedo de ofender a la opinión liberal burguesa que se puede tener siempre la certeza de que tomarán partido por la “democracia”, aun cuando los eslóganes democráticos en realidad sean un camuflaje para la contrarrevolución capitalista. Lo que es aún más desconcertante son los argumentos de los grupos centristas, que reconocen a Yeltsin como el restauracionista que es, admitiendo que su triunfo fue una grave derrota para la clase trabajadora y, sin embargo, rehúsan tomar partido en el golpe. Los defensores de la posición de que “un lado es tan malo como el otro” incluyen a la Liga Espartaquista de los EE.UU. y sus satélites internacionales en la Liga Comunista Internacional, que durante años habían proclamado ser los más ardientes defensores de la Unión Soviética.

Los partidarios de una posición neutral sostienen que los líderes del golpe estaban tan comprometidos a lograr una restauración capitalista como Gorbachov y Yeltsin. Algunos señalan los párrafos en la declaración principal del Comité de Emergencia en los que sus líderes prometieron honrar los tratados existentes con el imperialismo y respetar los derechos a empresas privadas en la URSS. Sin embargo, los trotskistas nunca han basado su actitud política sobre los pronunciamientos oficiales de los estalinistas, sino más bien sobre la lógica interna de los acontecimientos. Cualquiera que alegue que no hubo una discrepancia esencial entre las facciones opuestas tendría grandes dificultades de explicar por qué los lideres del golpe decidieron en primer lugar correr un riesgo tan alto. Cuando una facción de la burocracia arresta al presidente, intenta suprimir a los principales restauracionistas capitalistas y envía los tanques a la calle; cuando los principales miembros de esa facción  llevan a cabo pactos suicidas con sus esposas y se ahorcan cuando fallan, es obviamente claro que hay mucho más en juego que un sofisma sobre tácticas.

Los motivos de las acciones de los líderes del golpe son obvios. Representaban a la facción estalinista que más tenía que perder con un regreso al capitalismo. Vieron la agresividad de Yeltsin, el poder creciente de los nacionalistas pro capitalistas y la postración por parte de Gorbachov ante esas fuerzas como un peligro mortal a la maquinaria centralizada de la cual dependían sus privilegios y su prestigio. Actuaron, aunque lo hicieron a medias y en el último momento, para detener a la marea.

No hay ninguna duda de que los partidarios de la “línea dura” estaban muy desmoralizados: habían perdido la fe en cualquier tipo de futuro socialista, compartían muchas de las mismas nociones pro capitalistas que sus adversarios, y estaban más que dispuestos a rebajarse chauvinismo Gran Ruso, e incluso a una actitud antisemita para proteger su monopolio político. Pero la posición trotskista de defensa incondicional de la Unión Soviética siempre significó la defensa del sistema de propiedad colectiva contra las amenazas restauracionistas, sin tener en cuenta el conocimiento o intenciones subjetivas de los burócratas. El statu quo que los “duros” trataron de proteger, a pesar de su incompetencia, incluyó la propiedad por parte del gobierno de los medios de producción que actuaba como barrera objetiva contra el regreso a la esclavitud capitalista asalariada. El colapso de la autoridad central del Estado preparó el paso a la reacción, que ahora se desarrolla en el territorio de la antigua URSS. Para lograr parar los avances de esa maquinaria los revolucionarios tendrían que haber estado preparados para hacer una alianza táctica militar con cualquier sección de la burocracia que, por cualquier motivo, estuviera ante sus ruedas.

¡Derrotar a la contrarrevolución!

No está todo perdido para la clase trabajadora en la Unión Soviética. Los gobiernos pro capitalistas que se han subido al carro son todavía extremadamente frágiles, y no han consolidado todavía sus propios mecanismos estatales represivos. La mayor parte de la economía permanece en manos del Estado, y los yeltsinistas se enfrentan a la enorme tarea de restaurar el capitalismo sin el apoyo de una clase capitalista nativa. La resistencia por parte de los trabajadores a los ataques inminentes a sus derechos y bienes, implicará una defensa de importantes elementos del statu quo social y económico. Los regímenes burgueses embrionarios que se están formando actualmente en la ex URSS pueden ser barridos con mucha más facilidad que en los Estados capitalistas maduros.

Nada de esto cambia el hecho de que ahora los trabajadores se verán forzados a pelear en un terreno que ha sido fundamentalmente modificado para su desventaja. Todavía no se han constituido en una fuerza política independiente, y permanecen extremadamente desorientados. El aparato estalinista (que tenía un interés objetivo en mantener la propiedad colectivizada) ha sido deshecho. Es poco probable que haya más resistencia por parte de los estalinistas, ya que han fallado en una prueba política decisiva, y aquellos mandos que intentaron resistir se encuentran en retiro obligatorio, en la cárcel, o están muertos. En resumen, el mayor obstáculo para la consolidación de un Estado burgués ha sido removido de una manera efectiva. Antes del golpe, una resistencia masiva a la privatización por parte de la clase obrera hubiera dividido a la burocracia estalinista y sus defensores armados. Ahora los trabajadores que luchen para dar marcha atrás a la campaña restauracionista se enfrentarán a “cuerpos de hombres armados” dedicados a los objetivos del capitalismo occidental y a sus aliados internos. Este incipiente poder del Estado debe ser desarmado y destruido por los trabajadores.

La transición de un Estado obrero degenerado a un Estado burgués hecho y derecho no es algo que pueda suceder en un mes o un año. En 1938 Trotsky predijo lo siguiente:

“Si llegara a triunfar una contrarrevolución en la URSS, el nuevo gobierno deberá basarse durante un largo periodo sobre su economía nacionalizada. ¿Pero que significa este tipo de conflicto entre la economía y el Estado? Significa una revolución o contrarrevolución. La victoria de una clase sobre otra significa que se reconstruirá la economía en interés de los triunfadores.”
— “¿Ni un Estado obrero ni un Estado burgués?”

Estaba claro para él, como lo está para nosotros, que ese tipo de transformación solamente puede ocurrir como resultado de un ‘proceso’ en el cual el Estado obrero es minado gradualmente. La tarea analítica es la de localizar el punto decisivo en esta transformación, es decir, el punto a partir del cual no se puede dar marcha atrás a la tendencia prevaleciente sin destruir el poder del Estado. El ímpetu hacia la restauración capitalista había ido creciendo durante varios años en la Unión Soviética. Toda la evidencia que tenemos nos lleva a concluir que la derrota del golpe y el ascenso al poder de los elementos dedicados a la reconstrucción de la economía de base capitalista constituye un punto decisivo cualitativo.

No se puede emprender actividad revolucionaria basándose en ficciones agradables. La lucha por el futuro socialista requiere la habilidad de enfrentarse a la realidad de frente y “decir la verdad a las masas, no importa lo amarga que sea”. La victoria de los yeltsinistas es una enorme derrota para la clase obrera. El intento de reimplantar el capitalismo en la Unión Soviética tendrá como consecuencia ataques a los intereses más básicos de decenas de millones de trabajadores. Sin embargo, resistiendo estos ataques, los obreros soviéticos pueden redescubrir sus propias tradiciones heroicas. Las ideas revolucionarias del bolchevismo, que en sí mismas corresponden a la necesidad histórica del progreso de la humanidad, pueden vencer cualquier obstáculo. Pero estas ideas solamente se convierten en un factor histórico por medio de un partido del tipo que dirigió la revolución en 1917, un partido educado en el espíritu revolucionario irreconciliable de Lenin y Trotsky. La lucha por este partido, una renacida Cuarta Internacional, es la tarea central de nuestro tiempo.